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Entre La Tiza y El Hilo

Summary:

Wanderer es invitado a pasar Windblume con Durin. Poco sabe en los líos que se meterá apenas ponga un pie en Mondstadt.

Notes:

(See the end of the work for notes.)

Chapter 1: El Invitado

Chapter Text

Querido Don Sombrero:

Soy Durin, tu mejor amigo. Espero que todo esté yendo bien en la Akademiya y con tus estudios. Escribo esta carta para comunicarte oficialmente que estás invitado a pasar las fiestas de Windblume aquí, en Mondstadt. Albedo me contó que la festividad consiste en cantar, bailar y recitar muchas poesías. ¿Y lo mejor? ¡Es que dura tres días! ¿No te suena asombroso?


Hablé con Jean —una persona muy importante aquí— y me dijo que habría un lugar reservado para que puedas quedarte en un cómodo y agradable hospedaje varios días antes del festival. En cuanto a los gastos, también corren por su cuenta.


Realmente espero que puedas venir y conocer el lugar donde vivo; quiero que creemos hermosos recuerdos en el festival. Si no puedes, lo entenderé, sé que la Akademiya ocupa demasiado de tu tiempo. Sin embargo, si accedes, estaré muy contento, aunque... estaré un poco ocupado para guiarte porque debo ayudar con la decoración. Pero no te preocupes, Albedo te dará un recorrido por toda la ciudad. (Si empieza a hablar demasiado de alquimia, por favor detenlo, o no parará...).

 

Con cariño, Durin.

 

De todas las cartas que ha mandado Durin, esta ha sido la más corta aunque la caligrafía seguía siendo bastante ilegible...

Wanderer aceptó la invitación. No por la fiesta en sí, sino porque Durin se lo pedía y porque, honestamente, necesitaba un respiro de la rutina de Sumeru. Además, él cree que Nahida no se opondría a su viaje temporal.

 

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Unos días después, Wanderer llegó a la nación de Mondstadt. No era la primera vez que visitaba los paisajes gobernados por el Arconte Anemo, sin embargo, sí era la primera vez que ponía un pie en la ciudad. Le daba la impresión de ser muy pequeña en comparación con la magnitud de Sumeru.

Cruzó el puente mientras observaba cómo el sol, poco a poco, buscaba esconderse tras las montañas. Vió a un niño dando de comer a las palomas, pero no intercambió palabras con él; solo quería llegar a su destino, pues el viaje le había tomado más tiempo de lo esperado.

Al atravesar la gran puerta, se encontró con el bullicio: personas caminando, comprando y riendo.

Mientras avanzaba entre la multitud, reconoció una silueta familiar: un joven de cabello cenizo que tomaba notas con devoción. Era el alquimista.

Wanderer quería a toda costa evitar algún tipo de interacción social, por lo menos, por hoy. Sin embargo, no sabía exactamente a dónde dirigirse, así que no le quedó más remedio que hablar con Albedo.

Se acercó a él con paso firme. Seguramente lo estuvo esperando.

—Estoy aquí, Alquimista —habló, haciendo notar su presencia con ese tono seco tan característico. 

Albedo volteó e, instantáneamente, sus ojos claros reconocieron el rostro del invitado.

—Oh, señor Sombrero. Es un placer que el destino nos cruce de nuevo. Ha pasado tiempo —dijo Albedo con una elegante reverencia.

—Ugh, sí. No me hagas recordar aquel incidente donde terminé convertido en… un gato. —Trotamundos se cruzó de brazos, fastidiado.

El alquimista soltó una suave risita en respuesta. Parece que es un gracioso recuerdo para él más que vergonzoso.

—No se preocupe, no lo mencionaré a partir de ahora. —Una sonrisa permaneció en el rostro de Albedo. —A pedido de Durin, seré su anfitrión. Por lo tanto, es mi deber hacerle de guía por la ciudad de Mondstadt. Puede parecer pequeña a simple vista, pero contiene una gran historia detrás.

Don Sombrero, por su parte, no emitió palabra alguna; simplemente se quedó de brazos cruzados, observando todo.

 

Qué escenario tan incómodo...

 

De la nada, el mondstadtiano decidió romper el hielo:

—Oh, por Barbatos, ¿dónde han quedado mis modales? Olvidé presentarme formalmente. — Wanderer alzó la vista, curioso. —Como ya sabe por nuestros encuentros previos, mi nombre es Albedo... Albedo Kreideprinz, para ser más exacto. —concluyó, llevando una mano a su pecho con elegancia.

Al escuchar ese apellido, algo vibró en el interior de Wanderer. Kreideprinz. Príncipe de la Tiza. Él conocía bien lo que significaba llevar un título que definiera el origen. Sus ojos se entrecerraron ligeramente bajo el ala de su sombrero mientras analizaba al alquimista con una nueva luz. Había algo en la perfección de sus rasgos y en su compostura casi antinatural que le resultaba extrañamente familiar.

Por otro lado, el alquimista esperaba que el invitado se presentara, ya que él mismo había tomado la iniciativa al dar su nombre completo. Sin embargo, el silencio volvió a instalarse entre los dos.

 

Vaya... al parecer necesita una pregunta directa para soltar alguna palabra, pensó Albedo.

 

—Siempre me he referido a usted como Don Sombrero... pero si es su deseo decirme cómo prefiere que lo llame, estaría muy agradecido —expresó el rubio. Realmente tenía la esperanza de que, esta vez, el otro hombre se dignara a emitir algún sonido.

—No tengo un nombre. Pero si insistes en la informalidad, puedes decirme Wanderer —por fin el sumerio habló.

—Oh, por favor, no me malinterprete. Quisiera todavía mantener un trato formal hacia usted. Era simplemente para... bueno... para iniciar la conversación. Como sea, asumo que debe estar cansado tras su largo viaje, ¿es así? —Los nervios eran notorios en el rostro de Albedo. Era tan cortés y parecía todo un señorito, pero resultaba gracioso ver cómo, ante la presencia del otro, se le caía todo su protocolo de socialización.

—No es necesario. Mi cuerpo está adaptado para no cansarse —respondió el sombrerero con indiferencia.

Una sombra de desilusión envolvió al alquimista al ver su plan de bienvenida frustrado.

—Oh... pues, lo cierto es que soy yo quien se encuentra cansado. El festival y el trabajo me han tenido de aquí para allá —confesó Albedo, con el impulso de rascarse la nuca por la vergüenza.

Wanderer tuvo ganas de reírse, aunque se limitó a ocultar su sonrisa bajo el ala de su sombrero.

—En ese caso, vamos a una cantina. Durin me mencionó una muy popular en Mondstadt.

—El Buen Cazador... él disfruta mucho la parrillada de ahí —Albedo contestó rápidamente.

—¿Qué esperas entonces? Llévame ahí —ordenó el pelinegro.

—No tiene que decirlo dos veces, andando. —Asi, comenzaron a marchar hacia el lugar indicado.

Una música suave flotaba en el aire. Las construcciones eran drásticamente diferentes a las de Sumeru y, por supuesto, a las de Inazuma. La gente conversaba entre sí y algunos reían fuertemente… demasiado fuerte para su gusto. A lo lejos, la silueta de la catedral se alzaba imponente.

Le resultó curioso observar esa devoción tan absoluta de los ciudadanos hacia un solo Arconte. En Sumeru, la fe estaba fragmentada; había grupos específicos que aún adoraban a deidades del pasado o figuras menores, como aquellos que recordaban al Rey Deshret o las leyendas que aún persistían en los rincones del desierto. Aquí, en cambio, todo parecía girar en torno al viento.

—Le presento la cantina "El Buen Cazador", Don Sombrero —la suave voz de Albedo interrumpió sus pensamientos.

Al mirar el lugar, observó que era un pequeño establecimiento al aire libre con unas cuantas mesas. Una de ellas estaba ocupada por un grupo de hombres que reían y bebían vasos gigantes de cerveza.

—Por favor, tome asiento. Yo invito todo lo que usted quiera; después de todo, usted es m-mi... digo... nu-nuestro invitado —Albedo corrigió su oración torpemente, mientras sus mejillas se teñían de un ligero rosado por la vergüenza.

Otra vez, una sonrisa se formó en Wanderer, era divertido ver una persona tan seria como él tartamudeando.

—Alquimista, debo también informarte que mi cuerpo está diseñado para no necesitar comida ni suplementos —soltó con suficiencia, mostrando una mueca de aburrimiento que dejaba claro cuánto despreciaba las debilidades humanas.

Albedo bajo ninguna circunstancia iba a permitir que Don Sombrero se limitara a observar cómo él comía. Además, su salario como Líder Alquimista de los Caballeros de Favonius era más que generoso; podía permitirse costear los platillos más caros si así lo deseaba.

—Usted... ¿no puede comer, o simplemente no le es necesario? —preguntó el pelirrubio, tratando de entender cómo funcionaba su organismo.

—Es opcional. Puedo hacerlo si quiero. —El alquimista suspiró aliviado ante la respuesta.

—Entonces, por favor, déjeme invitarle. Puede pedir todo lo que usted quiera —insistió con amabilidad.

Wanderer lo miró fijamente y arqueó una ceja.

—¿Todo? Bien. Pide absolutamente todo lo que la cantina tenga para ofrecer; quiero que esta mesa desborde de comida. —Wanderer reposó la espalda contra el respaldo de la silla, cruzándose de brazos y piernas con arrogancia. —Y que sea ahora mismo.

El sumerio recordó automáticamente sus tiempos como miembro de los Fatui, aquellos días en los que daba órdenes sin pestañear. Se sentía extrañamente bien volver a mandar, especialmente a un alquimista tan... sumiso.

Por su parte, Albedo quedó momentáneamente mudo. Nunca imaginó que Don Sombrero se tomaría la oferta de forma tan literal. Pero, ¿qué más daba? Si iba a complacer al invitado, lo haría por todo lo alto.

—Muy bien. —Albedo aceptó su pedido, como si intentara dominar el caos. Se levantó de la mesa y se dirigió al mostrador, donde Sara, la dueña, ya lo miraba con su habitual sonrisa cordial.

—Buenas tardes, Señor Albedo. ¿Puedo ayudarlo con su orden? —Sara, la cocinera, preguntó con amabilidad.

Albedo aclaró su garganta, preparándose para lo que iba a decir.

—Sara, mi invitado ha solicitado la compra de absolutamente toda la oferta disponible en su cocina. Esto incluye toda la producción diaria, el inventario completo de parrillas, los guisos, las bebidas y los ingredientes crudos que usted tenga a la venta.

Sara parpadeó una, dos, tres veces, y su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una incredulidad total.

—Señor Albedo... ¿Está usted de broma? ¡Eso costaría... eso costaría un total de...! —Sara hizo cuentas y comenzó a sumar los valores de los ingredientes y la comida preparada que tenía planeada para ese día, más la pérdida de las ventas futuras.

Wanderer, todavía sentado en su mesa, observaba la escena por encima de los brazos cruzados, disfrutando del evidente pánico de la dueña del negocio.

Sara deslizó una tableta de madera hacia Albedo con el número escrito:

 

275.000 Moras.

 

Albedo nunca se había preocupado por el dinero. Sacó una bolsa de Moras que usaba para comprar materiales caros de síntesis y la puso sobre el mostrador.

—Aquí tiene, Sara. Sirva todo lo que ya está preparado sobre la mesa —dijo Albedo, mientras garabateaba rápidamente una nota en el reverso del papel que le entregó la mujer. Luego, añadió: —El cuánto los los alimentos crudos, envíelos a esta dirección.

Sin decir más, devolvió el papel y regresó a su lugar.

—Asumo que pagaste toda la cuenta —dijo Wanderer, apoyando los codos en la mesa y reposando el mentón sobre el dorso de sus manos.

—Lo hice —confirmó Albedo, sentándose. Parecía inmune por la fortuna que acababa de gastar.

La pobre Sara comenzó un desfile interminable entre la cocina y la mesa. Iba y venía con bandejas cargadas, trayendo brochetas, filetes, pizzas de champiñones, tostadas del pescador y jarras de jugo de gancho de lobo. Al principio, la mesa parecía un banquete de lujo, pero pronto la situación se tornó absurda.

Cuando el espacio en el mueble de madera se agotó, Sara, con una mezcla de profesionalismo y desesperación, empezó simplemente a superponer los platillos. Las pizzas servían de base para las ensaladas, y las jarras de bebida se equilibraban peligrosamente encima de los platos de carne. Finalmente, llegó el punto en que no había ninguna posibilidad de poner nada más sin que todo colapsara como una torre inestable de comida.

Albedo observó la montaña de alimentos con una calma imperturbable y expresó su gratitud ante la joven cocinera. La cocinera, secándose el sudor de la frente, tuvo que colocar un cartel de "Cerrado temporalmente por falta de mercancía" en la entrada.

Tanta comida y ninguno de los dos estaba probando siquiera un bocado. Albedo sabía bien las intenciones del señor sombrero y de alguna forma u otra, había aceptado el reto.

Lo más absurdo de la situación era la pila de platos y vasos que se alzaba entre ellos, formando una muralla que les impedía verse a la cara.

—Cuando quieras puedes hablar, alquimista. Ya estoy más que cómodo con tu cálida bienvenida. Debo decir que es muy amable de tu parte gastar tanto dinero solo en mí. —Wanderer sonrió, dejando que su tono burlón se derrame en cada palabra.

—Me alegra que se sienta así, Señor Sombrero —respondió Albedo.

El sumerio aún no lograba empatizar la paciencia de oro que el alquimista demostraba. Si él hubiera estado en el lugar del pelirrubio, ya se habría dado un golpe a sí mismo por soportar a alguien tan insoportable.

—Wan-, quiero decir... Señor sombrerero, ¿Podría contarme qué tal estuvieron las cosas con usted y la Akademiya? —Albedo empezó la charla con una pregunta.

—¿Huh?— Emitió un sonido, claramente confundido. —Ya sé que quieres sacarme información, no des tantas vueltas siendo amable y cortés —agregó mientras miraba a otro lado con desprecio. Sus brazos parecían que nunca iban a dejar de cruzarse.

Una punzada muy pequeña se incrustó en el pecho del alquimista. ¿Acaso el pelinegro pensaba que era ese tipo de personas? ¡Por supuesto que no! Se preguntó cómo era su hogar, ¿había poca comunicación entre los miembros de su familia? ¿O simplemente los tropezones de la vida lo obligaron a solamente decir las palabras justas y necesarias?

La mano de Albedo se dirigió a su propio pecho, específicamente, tocando su corazón.

—Señor Sombrero, mi curiosidad no nace de un afán de ‘sacarle información’, sino de un interés genuino por su bienestar. Me gustaría saber cómo ha lidiado con sus responsabilidades en la Akademiya y si ha encontrado satisfacción en su día a día. Para mis ojos, usted no es un objeto al que se le deba asignar una función, sino una existencia con voluntad propia —habló con firmeza pero no sin suavidad en su tono de voz. —Lo veo como a cualquier otro ser humano; complejo, cambiante y digno de atención.

El silencio que siguió a las palabras de Albedo fue tan pesado que el ruido de la cantina pareció desaparecer. Wanderer se quedó rígido. Sus ojos se abrieron un poco más de lo normal, una grieta en su armadura, antes de transformarse en una mirada afilada.

 

Yo no soy un humano —respondió Wanderer en un hilo de voz, casi como si la confesión pesara.

 

—Sea un humano o no, hay algo que sí es humano en usted: sus sentimientos —sentenció Albedo con calma.

Qué cursi…, pensó Wanderer de inmediato, intentando protegerse con el cinismo de siempre. Pero, un segundo después, la duda lo golpeó.

 

Espera… No puede ser. ¿Acaso Albedo realmente entendió a lo que me refería?

 

—Igualmente, no se preocupe. Sé que solo nos hemos cruzado unas cuantas veces, y eso no significa que deba confiar en mí. Por ello, entiendo que su actitud sea un poco... fría. —El alquimista echó un vistazo de reojo al montón de platos que los separaba y no pudo evitar un pensamiento: Aunque, para intentar molestarme, parece que confianza no le faltaba…

Wanderer con un largo suspiro, decidió abrirse un poco a Albedo. Y contarle sobre sus días en general, que todo iba pacíficamente... Pacíficamente muy aburrido. Luego de terminar, devolvió la pregunta al otro hombre, el cual contestó que últimamente estaba cansado. Era difícil ser el líder alquimista de Favonious, atender su puesto de alquimia, las expediciones a Espinadragón, encargarse de Klee y Durin, ¿y sumado esto? Sin duda, era demasiado trabajo para una sola persona.

—Deberías tomarte un descanso —Wanderer sugirió.

—Este es el descanso —contestó el alquimista —Me hace feliz conocer al mejor amigo de Durin y lo considero un gran descanso saber más sobre usted. Es más, Durin me comentó de tener la posibilidad de visitarlo a usted, en un viaje solo.

—¡¿QUÉ?! —Don sombrero exclamó saltando de su asiento, impactado por lo que acababa de escuchar. —Me imagino que no lo dejarás salir por su cuenta, ¡Es demasiado inexperto todavía!— Preocupado, expresa su opinión hacia Albedo.

—Por favor, señor sombrero. No sobrerreaccione ante el deseo de Durin. Si nosotros nos encontramos reunidos hoy, es por una razón, y esa razón es el cariño, amor y preocupación que tenemos hacia Durin, ¿Es así? —El alquimista calmó a Wanderer con sus palabras, Wanderer asintió aunque Albedo no lo pudo ver.

—Usted y yo sabemos que Durin aún está aprendiendo los peligros fuera de Simulanka; todavía le falta mucho por explorar en este mundo, ya que después de todo, es un ser proveniente de un cuento de hadas. No lo dejaré solo en una aventura donde cualquier cosa podría suceder; incluso teniendo una visión, eso no lo salvará de todas las situaciones de riesgo —continuó Albedo con serenidad.

El sumerio sintió un alivio interno al confirmar que el alquimista estaba siendo responsable y protector.

—A pesar de que Durin está siendo contenido emocionalmente en Mondstadt, aún sigue cabizbajo por lo de su madre. Él lo necesita... y lo extraña —el pelirrubio resaltó esa última palabra, intentando observar la reacción de su invitado. —Cuando Durin esté preparado para tomar decisiones por su cuenta, tú tendrás que estar listo para sus visitas frecuentes.

Wanderer seguía en sus pensamientos, estaba preocupado por Durin, hasta se podría decir que lo veía más como un hijo que como un amigo para él.

—¿Durin ha hecho amigos aquí? —preguntó el pelinegro.

—Muchos amigos, de hecho. Para ser un dragoncito introvertido, realmente ha formado muchas amistades en Mondstadt. Todos los días sale a jugar con Klee, luego va de aventuras con Bennett; ¡oh!, y también juegan todos juntos con Fischl. Sin mencionar que Venti lo acompaña a tomar jugo de naranja en la taberna y Lisa, que es una gran maestra y muy sabia, le está enseñando a Durin todo lo que necesita saber.

Lleno de satisfacción, el sombrerero suspiró. Dejando todas sus preocupaciones en el aire.

Cuando menos se dió cuenta, ya era de noche.

—¿Tanto tiempo estuvimos aquí? —preguntó Wanderer, alzando la vista hacia el cielo estrellado.

—No realmente. Apenas han pasado unos cuarenta minutos. Usted llegó usted justo al atardecer. Creo que nuestra conversación le hizo perder la noción del tiempo. —Albedo le dedicó una sonrisa pequeña y genuina.

El pelinegro se sintió extrañamente despistado. Para ocultar su desconcierto, se puso en pie bruscamente y, con un gesto teatral, se dirigió a los ciudadanos que paseaban cerca.

—¡Oigan todos! ¡En esta mesa hay comida gratis! ¡El Capitán Alquimista invita! —Wanderer anunció en voz alta a todas las personas a su alrededor.

Albedo parpadeó, sorprendido por el repentino anuncio, pero no tardó en relajarse. Observó cómo la gente se acercaba con curiosidad y alegría; al final del día, prefería mil veces ese caos bullicioso al ver toda esa comida desperdiciada.

El mondstadtiano cedió lugar para todos los ciudadanos hambrientos. Y redirigió la vista a Trotamundos quien estaba leyendo un papel con una nota escrita. El alquimista se acerca al invitado.

—Vaya acto bondadoso que realizó, Señor sombrero —comentó Albedo a las espaldas de Wanderer.

—Ser frío no es sinónimo de ser malvado. —El sumerio se puso a la defensiva.

—Lo sé. —Luego su atención fue a la nota. —¿Qué es lo que está viendo? —Albedo siempre con su personalidad curiosa.

—¿Esto?— Wanderer muestra la nota. —Es la dirección de mi hospedaje que Durin anotó.—

—Como nuestro invitado, debo ser el que lo guíe hasta su lugar de descanso.—

—Albedo.... —Wanderer por primera vez se refiere a él por su nombre —No hace falta que lo hagas, puedo hacerlo yo solo —dijo Don sombrero.

Wanderer dio media vuelta dispuesto a marcharse, pero el roce de una mano enguantada sobre la suya lo detuvo. El contacto fue firme, pero lo suficientemente suave como para no ser una orden.

Una señora que pasaba por allí se detuvo en seco al verlos. Se quedó observando sus manos entrelazadas durante unos segundos interminables, antes de seguir su camino con un gesto de desaprobación, dejando que sus propios prejuicios llenaran el silencio de la calle.

—Sé que puede hacerlo por su cuenta, no lo subestimo —la voz del alquimista sonó un poco más baja, cargada de una extraña tranquilidad —Lo que quiero decir es... ¿no sería más fácil simplemente dejar que sea yo quien lo guíe hacia su destino?

—¡Ugh! Bien, tú ganas. —Gruñó el sombrerero, volteando para encararlo.

Sin embargo, las palabras ácidas se le atascaron en la garganta. No esperaba encontrar al gran Albedo Kreideprinz con el rostro encendido en un tono rosado, evitando su mirada y estudiando los adoquines del suelo. El hombre que siempre tenía todas las respuestas parecía haber perdido el mapa de su propia compostura.

Wanderer sintió un calor extraño al subir por su propio pecho y retiró su mano delicadamente.

—Entonces camina, alquimista —murmuró Wanderer, bajando el ala de su sombrero para ocultar sus propios ojos.

 

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El gran alquimista y el señor Sombrero caminaron hacia las viviendas de Mondstadt. Albedo iba unos pasos por delante, guiando el camino, hasta que se detuvo frente a una fachada de madera y piedra.

Albedo le indicó que esa sería su parada. El sumerio apreció su estadía temporal por unos segundos antes de subir las pequeñas escaleras que conducían a la puerta.

—La señorita Jean ha dejado todos los insumos necesarios; creo que serán suficientes para los días que se hospedará aquí. En caso de que se agoten antes de lo previsto, no dude en avisarme. —Albedo sonrió de una forma casi imperceptible, pero cargada de intención. —También he dejado mi propio aporte, espero que lo disfrute.

Confundido, Wanderer entornó los ojos, elevando una ceja con sospecha. Sin embargo, decidió ignorar el comentario por el momento.

—Gracias, ¿supongo?...

Albedo acortó la distancia con Don Sombrero. Al estar tan cerca, Wanderer pudo percibir un aroma a vainilla que provenía del alquimista.

—Gracias a usted, Señor Sombrero. Por permitirme ser su guía y por aceptar la invitación de Durin. Le prometo que creará recuerdos memorables en Mondstadt.

Tras sellar su promesa, luego añade: —Mañana a las 8:15 de la mañana lo espero en mi puesto de alquimia. Si no estoy allí, seguramente pueda encontrarme en mi oficina.

Finalmente, ambos se despidieron.

El pelinegro abrió la puerta de su hospedaje, pero la paz le duró un segundo. Como una sorpresa inesperada, se encontró el suelo inundado: sacos repletos de vegetales, frutas, huevos y sacos de harina estaban desparramados por toda la estancia.

Al acercarse a la cama, vio un pequeño papel reposando sobre el mueble. Lo tomó y leyó la caligrafía perfecta de Albedo:

Que disfrute el resto de su pedido de "absolutamente todo" lo que la cantina tenía para ofrecer.

— Albedo :)

Wanderer apretó el papel, dándose cuenta de que el alquimista no era ningún tonto, al contrario, era astuto y algo malvado.

Con un gruñido, tiró la nota y comenzó a recoger los pesados sacos, resignado a las consecuencias de su propia arrogancia.

Mientras tanto, Albedo regresaba a su hogar con una risa contenida, imaginando la expresión de absoluta derrota del Señor Sombrero al enterarse de su plan.