Chapter Text
El desayuno en la casa Laufner era un espectáculo de movimientos y voces, caótico, pero perfectamente coordinado.
Jonas hojeaba unos apuntes de derecho con una mano mientras sostenía su taza de café con la otra, sin levantar la vista de las páginas. Hel discutía con Finn sobre quién se había terminado el último vaso de jugo de naranja, mientras Sam preguntaba dónde estaban sus zapatos por quinta vez en menos de diez minutos.
─No fui yo ─gruñó Finn, con la boca llena de pan.
─Claro que fuiste tú ─replicó Hel, arqueando una ceja con todo el dramatismo posible─. Solo tú bebes jugo como si fuera agua después de correr un maratón.
─¡Mamáaaa! Hel siempre me echa la culpa de todo.
─No soy mamá ─respondió Hel, rodando los ojos─, pero si lo fuera, también tendría razón.
Lorena se movía entre ellos como si todo estuviera ensayado de antemano. Ponía tostadas en un plato, retiraba un vaso vacío de otro, y le pasaba los cordones a Sam sin siquiera mirarlo. Todo con esa calma que hacía dudar si habia realmente algún caos.
─Samuel, cariño, tus zapatos están debajo de la mesa del living, exactamente donde los dejaste anoche ─dijo sin detenerse.
─¡Ah! ─Sam salió corriendo con el mismo entusiasmo con el que había hecho la pregunta, golpeando accidentalmente la silla de Jonas en el camino.
Jonas ni siquiera parpadeó.
─¿Sabías que el 65% de los casos de apelación en Nueva York se resuelven en menos de un año? ─comentó, más para sí mismo que para alguien en particular.
─Qué dato tan… fascinante ─dijo Hel, con voz plana.
─Me alegra tu entusiasmo ─respondió Jonas, sin despegar los ojos de sus apuntes.
Lorena reprimió una sonrisa. Sus hijos eran tan distintos que a veces parecía que vivían en universos paralelos, y aun así, cada mañana encontraban la manera de chocar, como planetas orbitando demasiado cerca.
—Mamá, ¿ya abrimos el café? —preguntó Sam, tamborileando con los dedos sobre la mesa y ya con sus zapatos puestos.
—En veinte minutos, corazón —respondió Lorena—. Vamos a ponernos en marcha.
Finalmente, con un golpe de cuchara contra la mesa, Lorena llamó la atención de todos.
─Se acabó la discusión. Vamos a llegar tarde. Jonas, terminas eso en el café. Hel, deja a tu hermano en paz. Finn, hoy te toca ayudar en la cocina, así que no pongas esa cara. Y Sam… ─en ese momento, Sam apareció con su mochila de la escuela y con un par de juguetes en la mano─ No te olvidé de nada está vez, ¿Si?
Sam sonrió con orgullo.
─¡Estoy listo!
Al cerrar la puerta, Lorena suspiró. Para cualquiera más, esa mañana había sido caótica. Para ella, era un día perfectamente normal en Brooklyn.
Lo que no sabía era que, en cuestión de horas, esa normalidad iba a desmoronarse.
The Norns Coffee ya estaba vivo a esa hora de la mañana. El aroma a canela y vainilla impregnaba cada rincón, mezclándose con el sonido de la máquina de espresso y las conversaciones bajas de los clientes habituales.
En la mesa junto a la ventana, la señora Green leía el periódico mientras esperaba su té de manzanilla, como lo hacía cada día desde hacía tres años. Dos estudiantes universitarios discutían sobre sus exámenes finales, y un oficinista apurado revisaba su reloj con impaciencia, golpeando el suelo con el pie.
Detrás del mostrador, Lorena servía un cappuccino con la misma calma con la que otros escribían poesía. Su delantal tenía un par de manchas de harina, y su cabello oscuro estaba recogido con descuido, pero nada en su presencia parecía desordenado.
Desde la cocina, se escuchó un ruido metálico.
─¡Finn, eso no va ahí! ─gritó Jonas, su voz seria incluso cuando regañaba.
─¡Sí va! ¡Tú no sabes nada! ¡Yo he estado en esta cocina desde los doce! ─replicó Finn, provocando risas entre algunos clientes que ya estaban acostumbrados al caos familiar tras la barra.
Sam apareció corriendo con un muffin en la mano, orgulloso de haberlo “ayudado a decorar” con demasiada azúcar glas.
Lorena suspiró, pero sus labios se curvaron en una sonrisa inevitable. A veces, el local parecía más un circo que una cafetería, y aun así, era suyo. Era hogar.
La campanilla de la puerta sonó, anunciando a un nuevo cliente. Lorena alzó la vista con la misma sonrisa de siempre, preparada para un saludo cordial.
─Bienvenidos, ¿en qué puedo ayudar…?
Las palabras se congelaron en su boca. Frente a ella estaban Natasha Romanoff, Steve Rogers y, por supuesto, Tony Stark con sus inseparables lentes oscuros.
─Bueno, bueno… ─dijo Tony, mirando alrededor con evidente interés─. No está mal. Acogedor. Un poco demasiado acogedor, diría yo.
─Tony ─advirtió Steve en tono cansado.
─¿Qué? ¿No puedo dar mi opinión sobre la estética de un lugar? ─respondió Tony, encogiéndose de hombros. Luego miró directo a Lorena─. ¿Cuál es tu secreto, señorita Laufner? ¿Encanto natural o café con esteroides?
Lorena mantuvo la sonrisa que había perfeccionado durante años. Sus ojos, sin embargo, percibían pequeños detalles que nadie más notaba: la manera en que Natasha medía cada gesto, la forma en que Steve evaluaba cada espacio del local y la tensión casi imperceptible en Tony.
─Trabajo duro y una buena cafetera ─dijo con calma, entregándoles las cartas del menú.
Natasha no apartaba los ojos de ella. Había algo en esa mujer… en cómo midió cada palabra, en la precisión de sus movimientos. No nervios. No cortesía. Control. Demasiado control.
Lorena percibió la mirada de la Viuda Negra y, sin inmutarse, agregó:
─¿Mesa para tres?
Tony ya se dirigía al fondo como si el local fuera suyo, arrastrando a Steve consigo. Natasha caminó más despacio, sus ojos aún fijos en Lorena, hasta que se sentó frente a ellos.
Jonas apareció desde la cocina, con sus manos limpias y su mochila al hombro. Finn, por su parte, intentó salir detrás de Jonas con un plato de galletas, pero Lorena lo detuvo con una mirada que decía claramente: ni se te ocurra. Sam ya estaba entretenido dibujando en una servilleta detrás del mostrador, inconsciente de la tensión que acababa de entrar al local.
─Ya me tengo que ir, Ma ─se acercó a Lorena y le dio un suave beso en la mejilla.
─Buena suerte, cariño.
Jonas camino hacia la puerta, sin mirar ni un segundo por donde estaban los Vengadores.
Si bien, Brooklyn era un lugar conocido por ser la ciudad natal de Capitan América, la mayoría de sus habitantes no eran tan fanáticos de los Vengadores. Jonas se incluía en ese montón.
─Buena suerte, Jonas, muchacho.
─Muchas gracias, señora Green.
─¡Ay, Jonas! ¿Cuando podrás ayudarme con los cálculos? ─preguntó un chico de primer año de la universidad.
─¿Por qué elegiste una carrera de matemática si eres pésimo en ello? ─algo que parecía una risa seca salió de sus labios.
─¡Jonas, por favor!
─Vere cuando puedo. Nos vemos.
─¡Gracias, Jonas, eres mi héroe!
Lorena se rio entre dientes. Siempre era lo mismo con Jonas, en realidad, siempre era lo mismo con todos sus hijos.
El sonido de las tazas, el murmullo de los clientes, el aroma del pan recién horneado… todo parecía normal otra vez.
Pero Natasha no había bajado la guardia ni un segundo.
Mientras Steve revisaba el menú con la seriedad de quien elige un campo de batalla y Tony se distraía con su teléfono, Natasha observaba a Lorena moverse entre las mesas. Cada gesto era tan preciso que casi parecía ensayado.
─¿Notas algo raro?
Steve negó, distraído hojeando el menú.
─Solo parece una cafetería tranquila.
─Demasiado tranquila ─replicó Natasha, casi en un susurro.
Tony, en cambio, sonrió como quien está a punto de descubrir un secreto jugoso.
─Oh, Romanoff, tienes razón. Hay algo raro aquí. Pero no es el café ─dijo, levantando una ceja mientras observaba a Lorena de nuevo.
Lorena ajustó la bandeja de pan recién horneado, cada movimiento calculado, cada palabra medida. Solo Natasha percibió un leve estremecimiento en el aire alrededor de ella, como si algo invisible —algo antiguo— despertara por unos segundos.
Lorena dejó la bandeja sobre el mostrador, y por un instante, su mirada se cruzó con la de Natasha.
Hubo un silencio extraño. Una quietud.
El tipo de silencio que precede a una tormenta.
Y entonces, la campanilla de la puerta volvió a sonar.
El aire pareció enfriarse.
Una capa roja flotó tras el hechicero que entró con paso firme y mirada urgente.
─Lorena Laufner ─dijo Stephen Strange, su voz grave cortando el murmullo del café─. Tenemos que hablar.
El café entero se quedó en silencio.
Solo se escuchó el burbujeo distante de la máquina de espresso y el tintinear de una cuchara contra una taza.
Tony levantó la vista de su teléfono.
Steve frunció el ceño.
Natasha, en cambio, no se movió. Su mano se deslizó apenas un poco hacia su cinturón, por costumbre más que por necesidad.
Lorena permaneció inmóvil detrás del mostrador, sus manos todavía estaban sobre la bandeja de pan.
Sus ojos, serenos como siempre, se clavaron en los de Strange.
─Sabes que no vine por eso ─contestó él, con la misma calma tensa de quien sabe que cada palabra pesa.
Algunas cabezas se giraron. La señora Green murmuró algo sobre “los raros de hoy en día” y volvió a su té. Sam, curioso, se asomó desde detrás del mostrador con un muffin a medio comer.
Lorena exhaló despacio. Dejó la bandeja sobre la barra, limpió sus manos con el delantal y se acercó.
─Entonces, ¿a qué debo el honor?
─A algo que preferirías discutir en privado ─dijo Strange, bajando un poco la voz. Su mirada era firme, pero en sus ojos se reflejaba una sombra de duda─. Y antes de que preguntes… no, no es una amenaza.
Tony arqueó una ceja, divertido.
─¿Así saludás a tus amigos, maguito? Porque si es una cita secreta, no está siendo muy discreta.
─No es una cita ─respondió Strange sin siquiera girarse─. Y tú no estás invitado, Stark.
Steve se incorporó un poco en su asiento, evaluando la situación. Natasha simplemente cruzó los brazos, sin apartar los ojos de Lorena.
La dueña del local —la mujer que todos conocían como Lorena Laufner— sonrió con cortesía, aunque sus dedos se apretaron apenas sobre el borde del mostrador.
─Si necesita hablar, puede hacerlo aquí ─dijo, firme.
─No creo que quieras eso ─replicó Strange, y sus palabras sonaron más como una advertencia que como una sugerencia.
Un silencio pesado se extendió entre ellos.
Y entonces, con un suspiro casi imperceptible, Lorena asintió.
─Finn, cariño, encárgate del mostrador un momento.
─¿Yo? ¡Pero!
─Sin “peros” ─dijo mientras se quitaba el delantal.
Finn frunció el ceño, pero obedeció.
Lorena rodeó el mostrador y se dirigió hacia la puerta del fondo. Strange la siguió sin decir palabra, su capa ondeando suavemente a su paso.
Natasha los observó desaparecer detrás de la puerta con un gesto que mezclaba sospecha y curiosidad.
─Steve, ¿escuchaste eso? ─murmuró Tony, inclinándose un poco─. Dijo “honor”. Nadie dice “honor” a menos que oculte algo.
─Tony, deja el drama.
─¡Yo soy el drama! ─replicó Tony en un susurro exagerado, haciendo que Natasha soltara una sonrisa mínima.
Detrás de la puerta del pasillo, la voz de Lorena se escuchó, baja y firme.
La respuesta de Strange fue más baja aún, apenas un eco.
Nadie alcanzó a oír las palabras, pero Natasha vio algo en el aire: una vibración leve, casi imperceptible, como si el aire se doblara a su alrededor.
Steve frunció el ceño.
─¿Eso fue…?
─Magia ─dijo Natasha, apenas moviendo los labios.
Y del otro lado de la puerta, el silencio se hizo más profundo.
